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Silencios en tiempos totalitarios
Por: María Cristina Kronfle Gómez - @mckronfle
Publicado en 07/10/2025 09:03 • Actualizado 07/10/2025 09:19
PENSAR

 

 No hay sociedad que pueda llamarse libre si su verdad depende de la voluntad del poder. Y cada vez que la verdad se silencia, la historia comienza a repetirse, recordándonos que el silencio, cuando se institucionaliza, siempre ha sido el sonido más reconocible de los tiempos totalitarios.

 

Hay momentos en la historia en los que el silencio no nace de la prudencia, ni de la serenidad, sino del miedo. No es un silencio voluntario, sino un silencio aprendido a fuerza de supervivencia. En los regímenes totalitarios ese silencio se vuelve parte del aire que se respira, un modo de control que no necesita uniformes ni consignas porque actúa desde dentro, reduciendo la conciencia hasta volverla obediente. Cuando la palabra se transforma en riesgo, la gente aprende a medir lo que dice y lo que calla, y con el tiempo el callar se vuelve costumbre, casi una forma de vida colectiva.

Durante el siglo veinte el mundo conoció distintas versiones de ese silencio que oprime. En la Alemania de Hitler, la propaganda no fue solo un instrumento político, fue el molde de un pensamiento que dejó de pertenecerle a las personas. Los discursos oficiales se repitieron hasta parecer verdad, los periódicos dejaron de informar para obedecer, y el arte fue sometido a la lógica de un régimen que confundió patriotismo con servidumbre. El miedo no comenzó en los campos de concentración, comenzó mucho antes, cuando los ciudadanos dejaron de atreverse a disentir, cuando la duda se volvió sospechosa y el silencio empezó a confundirse con lealtad.

En Chile, durante la dictadura de Pinochet, el miedo se instaló de manera más íntima. No hacía falta un soldado en cada esquina porque bastaba con el rumor de que alguien no volvió, o con la idea de que una conversación podía terminar en delación. Hablar era exponerse, y callar, proteger a los demás. Con el tiempo ese silencio, que al principio fue defensa, se transformó en hábito. Las familias aprendieron a guardar sus historias en secreto, los periodistas a moderar sus palabras, y el país entero a sobrevivir entre la memoria y el miedo. Y cuando el silencio se hereda, deja de ser una reacción y se convierte en una forma de identidad.

España vivió otra manera de callar, más larga, más profunda, pero igual de corrosiva. Durante el franquismo, la censura se mezcló con la religión y con la moral pública hasta que pensar diferente se volvió pecado. Y cuando el régimen terminó, la sociedad eligió no hablar del pasado. Ese pacto de olvido permitió avanzar, pero dejó heridas abiertas que nunca se cerraron del todo. El olvido, que suele presentarse como gesto de madurez, es muchas veces solo una manera de aplazar la verdad, y lo que se aplaza en nombre de la paz termina regresando disfrazado de estabilidad.

En todos esos contextos el silencio se convirtió en una forma de lenguaje. No era la ausencia de palabras, era la imposición de un modo de estar en el mundo. Hablar se volvía peligroso, pero no hablar se volvía insoportable. La sociedad aprendía a vivir dentro de un equilibrio falso, donde la calma no provenía de la paz, sino del miedo a perderla. No hay orden legítimo cuando el miedo sostiene la quietud. Ninguna estabilidad que exija renunciar a la verdad puede considerarse verdadera, porque lo que aparenta serenidad desde fuera, suele ser la señal de una conciencia dormida.

El silencio colectivo tiene algo de refugio, pero también de rendición. Protege por un tiempo, hasta que termina debilitando la capacidad de distinguir lo correcto de lo conveniente. Cuando las sociedades se acostumbran a callar, el abuso se normaliza, la injusticia se vuelve paisaje y la obediencia se confunde con civismo. Ningún país se reconstruye mientras tema a su propia voz. Los pueblos que sanan son los que se atreven a hablar de aquello que duele, incluso cuando hacerlo reabre heridas.

Foucault hablaba del coraje de decir la verdad, aunque eso implique riesgo. A ese gesto lo llamó parrésia, y lo entendía como una forma de libertad interior que no depende de las leyes, sino de la integridad de quien se atreve a hablar. Toffler, desde una mirada distinta, advirtió que las sociedades del futuro vivirían un cambio radical en los flujos de información y que la libertad se sostendría no en la política, sino en la capacidad de comunicar sin miedo. En la era de la información, el silencio deja de ser una forma de prudencia y se convierte en complicidad. Por eso, en tiempos de confusión, la voz es una herramienta de conciencia y no puede callarse sin consecuencias a corto, mediano y largo plazo.

Frente a las injusticias, al incumplimiento normativo y al abuso del poder, las sociedades tienen una obligación moral de hablar. No se trata de gritar, sino de sostener la verdad aun cuando duela, porque la verdad, por incómoda que sea, tiene una función reparadora que ningún silencio puede reemplazar. La prensa, por su parte, tiene una responsabilidad todavía mayor, porque no existe prensa libre que calle, frente al abuso, ni periodismo que se sostenga en la complacencia con los poderes de turno. Cuando la prensa calla, enseña a la ciudadanía que el silencio es la nueva forma de obediencia. Cuando se vende o se alinea, deja de ser prensa y pasa a ser vocería, sea del poder político, del interés económico o de cualquier ideología que pretenda reemplazar la conciencia por consigna.

Una prensa libre es condición de existencia de la democracia. No hay sociedad que pueda llamarse libre si su verdad depende de la voluntad del poder. Cuando la prensa habla, la ciudadanía respira. Cuando calla, el miedo encuentra su lugar. Y cada vez que la verdad se silencia, la historia comienza a repetirse, recordándonos que el silencio, cuando se institucionaliza, siempre ha sido el sonido más reconocible de los tiempos totalitarios.

 

María Cristina Kronfle Gómez - @mckronfle

Abogada y Activista

Columnista www.vibramanabi.com

07/10/2025

 

 

 

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