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Sesenta días para perder la libertad
Por: María Cristina Kronfle Gómez - @mckronfle
Publicado en 15/10/2025 10:42
PENSAR

 Continuación del artículo anterior: Silencios en tiempos totalitarios

 

La República de Weimar no cayó con un solo golpe. Se fue apagando a ritmo de decretos, con la urgencia del incendio y la comodidad de una mayoría provisional. El 30 de enero de 1933 nombraron canciller a Adolf Hitler. El 27 de febrero ardió el Reichstag. El 23 de marzo aprobaron la ley que le permitió gobernar sin control parlamentario. En ese breve lapso, Alemania dejó de ser una democracia para convertirse en dictadura de derecha. El Estado de Derecho, que parecía firme, se deshizo como papel bajo la lluvia.

Hannah Arendt advirtió que el mal prospera cuando renunciamos a pensar y conectar con la realidad del pueblo. Esa renuncia convirtió a la burocracia en engranaje de la gran maquinaria destructora y al ciudadano en un mero espectador y súbdito. Thomas Hobbes explicó que el miedo empuja a ceder libertades para obtener seguridad. En 1933, el cansancio social y la ansiedad por el orden abrieron las puertas a un poder que prometía estabilidad y respondió con dominación abominable. Jean-Jacques Rousseau, habló de la voluntad general como pacto de libertad, aunque sin conciencia crítica el pueblo puede bendecir su propia servidumbre.

El patrón histórico se repite con ropajes y rostros distintos. Italia transitó del parlamentarismo a la jefatura de Mussolini, con leyes a medida y violencia tolerada. España perdió su Segunda República tras una guerra que inauguró décadas de silencio. La Rusia de 1917 vio nacer una dictadura que disolvió la Asamblea elegida y convirtió la promesa de emancipación en un partido único. Chile dejó de ser una democracia en un solo día de septiembre. Argentina conoció el terror de la desaparición forzada. Camboya padeció el delirio ideológico que arrasó con una parte de su pueblo. Derecha o izquierda, uniforme o discurso revolucionario, el método siempre se parece, se capta el miedo popular, se controla a la prensa, se hostiga y persigue a quienes se oponen, se cambia la Constitución y la ley para que se configure la receta con nombre y apellido de quién ejercerá el control y el abuso.

Las consecuencias son conocidas para todos quienes tenemos un ápice de criterio y memoria. Los derechos son suspendidos paulatinamente hasta consagrar un totalitarismo dañino y caprichoso. Se constituyen Funciones del Estado subordinadas, al poder de turno. Con una prensa domesticada, pagada o amenazada, la receta es casi exquisita y perfecta. Exilio, tortura, muerte, es solo silencio a voces.

Aristóteles escribió sobre la virtud como condición del buen régimen. Sin virtud cívica y conciencia social, la maquinaria democrática se vuelve un estuche, instituciones que todavía existen, pero ya no protegen a la ciudadanía ni a si mismas.

No estamos nada más frente a una amenaza del pasado. La erosión contemporánea es más discreta y solapada, se invoca seguridad para concentrar competencias y controles. Se desfinancia el árbitro que molesta. Se coloniza al juez que incomoda. Se normaliza la excepción. La democracia sigue en pie, aunque cada semana sea un poco menos. Por eso importa el pensamiento crítico, como acto de resistencia. Arendt lo dijo con claridad: pensar impide que lo impensable se vuelva normal.

Defender la democracia exige hábitos sencillos y disciplina incómoda. Leer con sospecha lo que conviene a quien manda. Preguntar donde otros se apresuran a aplaudir como focas de circo. Exigir transparencia incluso cuando el resultado favorece a los propios. Recordar que ningún fin legitima métodos que incapacitan el sistema jurídico.

Camus escribió que la libertad empieza cuando dejamos de mentirnos. Un país libre se reconoce cuando su ciudadanía se atreve a decir que no a tiempo.

Sesenta días bastaron para perder la libertad en Alemania. Bastan semanas para erosionar una república cuando dejamos de mirar con cautela. La historia no regresa igual, pero si muy parecida. Pensar, cuestionar, exigir, ese es el trabajo diario de una ciudadanía que sostiene el contrato democrático real. Si el miedo pide orden, la conciencia debe pedir límites. Solo así el poder recuerda que sirve y no manda, dado que Mandatario equivale a Arrendatario, y Mandante es a Arrendador, es decir que el Mandante es el dueño de casa. Solo así una democracia evita disfrazarse, mientras muere entre aplausos de los que por cobardía no resisten o de aquellos que ya sin criterio son focas de circo.

 

María Cristina Kronfle Gómez - @mckronfle

Abogada y Activista

Columnista www.vibramanabi.com

15/10/2025

 

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