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Cuando la discapacidad enseña a hablar sin miedo
Por: María Cristina Kronfle Gómez - @mckronfle
Publicado en 05/11/2025 17:38 • Actualizado 05/11/2025 17:45
PENSAR

 La discapacidad, más que una condición, ha sido una escuela de lucidez. A través de ella aprendí que el miedo, ese sentimiento que paraliza a tantos, se disuelve cuando sabes que tu tiempo puede ser breve. En ese instante, hablar ya no es un riesgo: es una necesidad. Vivir con una expectativa de vida corta, te cambia la escala del valor. Lo que otros miden en años, tú lo mides en intensidad. Y cuando entiendes eso, dejas de callarte. No desde la rabia, sino desde la verdad. La fragilidad no es debilidad; es una forma de conciencia.

 

Cuando te dicen desde niña que no vas a vivir más de cinco años, el tiempo deja de tener el mismo significado. No se convierte en una carrera, sino en un espacio sagrado donde cada día es una posibilidad de desafiar lo que la ciencia alguna vez dictó como irreversible. Fui diagnosticada con atrofia muscular espinal tipo 1, la llamada enfermedad de Werdnig-Hoffmann, en una época en que poco se sabía sobre ella. Los médicos describían lo inevitable: un cuerpo que perdería fuerza, un sistema que se apagaría poco a poco. Tenía apenas un año y medio. Casi cuatro décadas después, sigo aquí, escribiendo estas líneas, respirando por mí misma, usando la palabra como otra forma de movimiento.

Con los años entendí que sobrevivir no era solo un acto biológico; era también un gesto político. Vivir cuando no se esperaba que vivieras implica, sin querer, romper un orden. Y romper un orden siempre incomoda. Por eso digo que la discapacidad, más que una condición, ha sido una escuela de lucidez. A través de ella aprendí que el miedo, ese sentimiento que paraliza a tantos, se disuelve cuando sabes que tu tiempo puede ser breve. En ese instante, hablar ya no es un riesgo: es una necesidad.

Vivir con una expectativa de vida corta, te cambia la escala del valor. Lo que otros miden en años, tú lo mides en intensidad. Y cuando entiendes eso, dejas de callarte. Te das cuenta de que no tienes la vida comprada, que ya pagaste medio boleto de ida hacia la otra dimensión, y entonces te permites decir lo que piensas. No desde la rabia, sino desde la verdad. Esa libertad de palabra que nace cuando el cuerpo te recuerda cada día que nada es eterno, se vuelve un regalo poderoso: el regalo del límite.

Pero no siempre es fácil ser escuchada. En América Latina, la voz de una mujer con discapacidad suele ser aplaudida cuando inspira, pero rara vez cuando cuestiona. En política, en los medios, en la academia, el sistema aún no está acostumbrado a que hablemos desde el pensamiento, no desde la excepción. Y sin embargo, somos muchas las que pensamos el mundo desde una experiencia distinta del cuerpo, del tiempo y del poder. No hablamos por compasión ni por valentía, sino por conocimiento de causa: porque hemos aprendido a mirar la sociedad desde los bordes, y desde los bordes se ve todo con más claridad.

Yo he visto cómo las políticas públicas que prometen inclusión se quedan en discursos que no transforman realidades. He visto cómo se diseñan estrategias que hablan de accesibilidad sin entender lo que significa depender de una silla para llegar a una reunión o de una persona para poder abrir una puerta. Hablar de derechos desde la discapacidad no es hablar de asistencia: es hablar de dignidad, de autonomía, de participación real. Pero decirlo con firmeza incomoda, porque cuestiona estructuras enteras, no solo actitudes individuales.

Por eso, muchas veces, las voces como la mía son escuchadas solo en su dimensión jurídica, como si lo técnico fuese un modo de tolerar lo incómodo. Sin embargo, detrás de cada argumento legal hay una historia humana, y detrás de cada historia humana, una filosofía de vida. La mía parte de una certeza: el cuerpo que limita es también el cuerpo que enseña. Me enseñó a mirar más despacio, a escuchar el silencio, a darle valor a lo que la sociedad acelera o descarta. Me enseñó que la fragilidad no es debilidad; es una forma de conciencia.

A veces me preguntan si no me cansa vivir con esta condición. Y yo suelo responder que lo que me cansa no es mi cuerpo, sino el mundo que todavía no entiende que la discapacidad no es tragedia ni heroísmo: es una manera diferente de estar en la realidad. No busco compasión. Busco coherencia. Porque la verdadera inclusión no nace de los programas, sino de las miradas que dejan de ver cuerpos distintos y comienzan a reconocer seres humanos iguales en valor.

Quizás por eso hoy, al mirar hacia atrás, siento gratitud. No por la enfermedad, sino por la claridad que me dio. La claridad de saber que el miedo no es necesario para vivir, que el silencio nunca protege, y que la vida —aunque sepa de límites— puede ser una obra completa. Si algo me ha regalado la discapacidad es precisamente eso: el valor de decir, sin adornos ni permisos, lo que pienso sobre el mundo que habito. Y si ese mundo no está preparado para escuchar, entonces que mis palabras sirvan al menos para abrir una grieta por donde entre la luz.

Porque cuando uno entiende que el tiempo es prestado, cada palabra se convierte en acto, y cada acto, en una forma de eternidad.

 

María Cristina Kronfle Gómez - @mckronfle

Abogada y Activista

Columnista www.vibramanabi.com

5/11/2025

 

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